POLITICA: HONRAR LA VIDA
Dr. Eduardo
Héguy Terra
La vida política está llena de
incertidumbres. Dante Alighieri nació en Florencia. Pero, debido a sus posturas
políticas, su ilustre ciudad natal lo condenó al exilio y a la muerte. Nunca
volvió. Murió en 1321, a los 56 años, en Rávena, ciudad en la que vivió los
últimos días de su azarosa pero fecunda existencia. Desde la Divina Comedia, su
obra mayor, alcanzó la inmortalidad. Su trayectoria vital conoció tanto el
paraíso, como el purgatorio y el infierno. Fue un apasionado luchador político,
que terminó derrotado por sus enemigos, de quienes pocos guardan memoria. Recién
cinco siglos después, en 1829,- tiempos de independencia en el Río de la
Plata-, se construyó una tumba para él en Florencia, la que siempre ha estado
vacía, pues el cuerpo de Dante Alighieri permanece en Rávena. Son lecciones de
vida que nos enseña la Historia.
José Gervasio Artigas, un gran hombre,
de amplia visión geopolítica y altos ideales democráticos, luchó por su pueblo con
valentía, contra viento y marea; pero, a la larga, extenuado y sin recursos,
fue derrotado militarmente, más que por
sus enemigos por las intrigas y la traición de algunos de los suyos, incluso
antiguos caudillos de las provincias hermanas. Vivió sus últimos 30 años en el
Paraguay. Nunca quiso regresar. Si es verdad que el silencio hace ruido, esas
tres décadas constituyen un clamor angustiante y conmovedor. La desilusión del
Jefe de los Orientales debió ser muy grande. Tanto como lo es la penosa lección
que su exilio nos deja, sobre las heridas que provocan los hombres cuando actúan
cegados por la ambición política desmedida y la búsqueda insensata del poder. También Artigas,
en la desgracia, alcanzó la inmortalidad reservada para los grandes. Como San
Martin, en el exilio; o Simón Bolívar, también traicionado, proclamando en
Santa Marta, amargamente, que si su muerte contribuía para que cesaran los
partidos y se consolidara la unión, el bajaría tranquilo al sepulcro.
Es que no siempre prevalecen los mejores
hombres. Pero muchas veces, desde una aparente derrota, nos guían y perduran a
través de los tiempos. Es nuestra responsabilidad mantenerlos vigentes. De ahí
la enorme importancia de las efemérides patrias, cuyo escrupuloso respeto demanda
el presente y lo exigen las acuciantes interrogantes de un futuro incierto.
Nuestra historia está llena de luchas
fratricidas. Los partidos exhiben, a
veces con orgullo, heridas que les vienen desde antiguo. Al parecer poco hemos
aprendido. Aun hoy se advierten choques solapados, sordos enfrentamientos,
intrigas y pequeñas traiciones, aun en
una misma colectividad, que les impiden crecer y desarrollarse. A las
cuestiones políticas se suman factores
personales, de entre los cuales no son menores la ambición desmedida, la
manipulación descarnada, el oportunismo disfrazado de pragmatismo o la
deslealtad. Todo ello con olvido de que se trata de acceder a cargos de
servicio público, de gran responsabilidad social, que requieren de mucho
trabajo, así como de entrega, dedicación y sacrificio.
Ninguno de los sectores políticos
representados en el Parlamento es inmune a esos virus. Por ello se deben
evitar los enfrentamientos estériles y a
la tentación divisionista. Solo partidos estrechamente unidos por ideas pueden
constituirse en instrumentos idóneos y eficaces de cara a la incesante
construcción de la institucionalidad democrática. Es inteligente reconocer a
las mayorías el derecho de señalar los caminos, con el debido respeto a las
minorías; pero si estas no se sienten cómodas ante las discrepancias, deben dar
un paso al costado y hasta retirarse del partido. Porque es canallesco permanecer
en él agazapados, hipócritas y ladinos,
tan solo a la espera de una oportunidad para manifestar su deslealtad,
menoscabar el rumbo establecido y cuestionar la dirección política del
movimiento. Así no se construye identidad partidaria. Se siembran tempestades. Porque
la tolerancia tiene un límite.
La actividad política, necesaria, puede
ser noble si se la ejerce conforme a ideales y principios. O despreciable, si
se la practica tramposamente, con vileza y demagogia oportunista. Se trata, en
todo caso, de una actividad áspera y con frecuencia ingrata. Requiere, por
ello, de temple y recio carácter, a la vez que de vocación, habilidades
políticas y sólida cultura. Es largo el camino y no pocas las dificultades. Pero
vale la pena. Porque servir a la Patria, respetando viejas banderas al tiempo
que se contribuye a mejorar las condiciones de vida de la gente, puede constituir
una de las más elevadas formas de honrar la vida. Así como corromperlas,
desvirtuarlas o subordinarlas a malsanos apetitos personales o mezquinos
intereses, será una severa causal de merecida y vergonzante condena ciudadana. De
todo ello tendrán debida cuenta los dirigentes políticos uruguayos. Seguramente
ya lo saben. Ni Tabaré Vázquez, ni Jorge Larrañaga, ni Pedro Bordaberry o Luis
Lacalle Pou, son indiferentes a las intrigas y especulaciones que se tejen en
torno a sus liderazgos y candidaturas. Pero todos ellos han demostrado poseer
la experiencia, las aptitudes y fortalezas necesarias para enfrentar no solo las
acechanzas y dificultades del presente sino los exigentes desafíos por venir.
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