EL SILENCIO COMPLICE

Eduardo Heguy Terra


Tenemos la sensación de que en los asuntos públicos, pero no solo en ellos, ante actos irregulares o procedimientos indebidos, en demasiadas ocasiones predomina el criterio de barrer bajo la alfombra, de ocultar la ilegalidad ante la opinión publica, de proteger al responsable, creyendo así evitar los costos políticos. Esa manera de pensar y ese proceder cómplice son nefastos. Como enseñaba Ghandi, lo más atroz de las cosas malas de la gente mala, es el silencio de la gente buena.

Es un imperativo ético sancionar las conductas de los hombres públicos que se apartan de las normas de honesta administración. Para eso están, desde luego, los tribunales de justicia del Estado. Pero también existen los tribunales de ética y de conducta política, cuya función no radica en el estudio de la legalidad de los actos cuestionados, sino la condición moral de los mismos. Sabido es que moral y norma jurídica no siempre se superponen. Esto quiere decir que conductas que pueden ser legales por ausencia de una norma penal que las sancione, resulten ser sin embargo repudiables desde el punto de vista ético. Y viceversa. Hemos tenido ejemplos recientes de estas consideraciones en las renuncias y nuevas designaciones en el tribunal de conducta política de Frente Amplio, las declaraciones de su presidente Guillermo Chiflet, la vehemente replica de Danilo Astori en defensa de Juan Carlos Bengoa, el director de Casinos cuestionado; o la situación del ex senador Leonardo Nicolini, juzgado tanto en el plano judicial, como en el ético político por su sector, el MPP.

En ese orden de ideas, apoyando los criterios y procedimientos tendientes a dar transparencia a la actividad publica, la prensa esta llamada a desempeñar un rol significativo, investigando y divulgando las situaciones de corrupción que se producen dentro del sistema democrático. Esta función de contralor y denuncia alcanza un grado ejemplar en el sistema democrático de los Estados Unidos, donde se la considera mas que una facultad una obligación, nada menos que una responsabilidad emanada de la Primera Enmienda constitucional.

Denunciar los desvíos de conducta de aquellos funcionarios que utilizan los bienes públicos para obtener beneficios indebidos, ya sea para si o para terceros, sin duda contribuye al interés general. Nada desprestigia tanto a la democracia como la corrupción. Nada desilusiona más a la ciudadanía que la traición de sus elegidos. La prensa puede y debe colaborar, poniéndolos en evidencia. Y puede hacerlo de diversas maneras. Tanto realizando sus propias investigaciones, como mediante la difusión de las que efectúen otros; o también sirviendo de cauce a las inquietudes de la gente común, dando a conocer sus quejas, demandas y malas experiencias. La enorme influencia de los medios de comunicación en la opinión publica, que tanto preocupa a los políticos, debe ser puesta, a través de la información, al servicio del bien común. Sin omisiones injustificadas, ni silencios cómplices.

El tema no es nuevo. Pero es de indudable actualidad. Muchas veces explica el enojo de algunos gobernantes con la prensa independiente. Tal lo que ocurre, en grado superlativo, en Venezuela, pero también en otros países; lo que con frecuencia traducen en el uso arbitrario de la publicidad oficial, concientes de que un medio que carece de autonomía financiera, carece de libertad plena. En estos tiempos de turbulencias personalistas, los reproches a los medios se han convertido en moneda corriente. De ahí la tendencia creciente a responsabilizar al periodismo de los errores, excesos e imprudencias de los hombres públicos. Lo de siempre: cuando el mensaje no gusta o no conviene, se culpa al mensajero.

Por otra parte, no debemos olvidar que, en esta importante función de contralor del poder, la prensa debe actuar responsablemente. Desde el rol que le cupo al Washington Post en el escándalo del espionaje en las oficinas del partido Demócrata, en el edificio Watergate, que termino con la renuncia del presidente Richard Nixon, - un hito en el periodismo del siglo XX-, muchos, no siempre con igual capacidad y prudencia, quisieron copiar el estilo de Bob Woodward y Carl Bergstein, los periodistas que trabajaron en ese caso. Ha habido errores y excesos. Por ello, se deberá guardar el debido equilibrio, confirmando cuidadosamente los hechos y ofreciendo a los acusados la oportunidad de ejercer su defensa ante la opinión publica. Tengamos siempre presente que los medios no son jueces, ni pueden promover linchamientos intelectuales ante la opinión pública, sin defensa ni proceso legal. Si, por cualquier razón, se pierde el equilibrio informativo, se pueden destruir reputaciones y hacer un mal mayor al que se pretende denunciar.
En definitiva, se trata de cumplir con el deber de informar, con respeto a la verdad, y sin silencios cómplices.

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