EL ASESINATO DE JOHN KENNEDY

Dr. EDUARDO HEGUY TERRA

El asesinato de John F. Kennedy, trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, tuvo lugar el 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas. Fue el quinto presidente norteamericano asesinado, de una lista sangrienta que encabeza nada menos que el republicano Abraham Lincoln. Tenía entonces 46 años. Recordemos que en nuestro país solo un presidente, el colorado Juan Idiarte Borda Soumastre, fue asesinado en ejercicio de la primera magistratura, hecho que ocurrió el 25 de agosto de 1897.
El asesinato de Kennedy golpeó duramente a la sociedad norteamericana y tuvo un impacto tremendo en todo el mundo. También en Latinoamérica, región en la cual – hecho poco frecuente – el presidente fallecido gozaba de una gran simpatía. 
Ese asesinato no debió ocurrir. Pudo y debió ser evitado. Se sabía que en Dallas se encontraban individuos hostiles al presidente. Nunca debió utilizar un automóvil descapotable y menos con el techo bajo. La ruta utilizada por la caravana en la que viajaba John Kennedy junto a su mujer, Jacqueline Beauvoir, y al gobernador de Texas, John  Connally, era extremadamente peligrosa. La velocidad a la que transitaban los vehículos, en algunos momentos no mayor a los 15 kilómetros por hora, hacía del primer mandatario un blanco fácil. Yo estuve, años después, en la ventana del sexto piso del edificio de la plaza Dealey– ayer un depósito de libros y hoy un memorial en homenaje a Kennedy - desde la cual disparó contra el presidente Lee Harvey Oswald. Situado a muy pocos metros del blanco cualquier tirador mediocre, que no fue el caso, hubiera acertado. En tan asombrosas circunstancias, el magnicidio fue no solo posible sino inevitable. Por todo ello la angustia y la tristeza, aún desde la perspectiva del tiempo y la memoria, son aún mayores. Después vinieron  las teorías conspirativas y las  investigaciones. El caso no está cerrado.
Recuerdo muy bien aquel trágico viernes de noviembre de hace cincuenta años. Estábamos en casa, con mi hermano  José Pedro, luego convertido en un eminente cardiólogo, y con Luis Alberto Lacalle, mi compañero de estudios en aquellos días, quien años más tarde se convertiría en presidente de la república; casi víctima, también él, en 1978, tiempos de dictadura, de una conspiración asesina, en el criminal episodio del vino envenenado, aun sin aclarar.
El dolor y la frustración que nos produjo la injusta muerte de John Fitzgerald Kennedy, primer presidente católico de los Estados Unidos,- solo comparable a lo que sentimos años después ante el atentado contra el papa Juan Pablo II, en la plaza de San Pedro-,  tenían hondo arraigo en los merecimientos del presidente demócrata. Estudiante de relaciones internacionales en Harvard, héroe de la segunda guerra mundial, diputado por Boston, senador por Massachusetts, escritor, ganador del premio Pulitzer, candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, triunfó frente al republicano Richard Nixon en las elecciones de 1960. Sucedió al general Dwight Eisenhower. El 21 de enero de 1961 tomó posesión de su cargo y su gestión estuvo signada por la defensa de los derechos civiles de los negros,  así como por medidas federales a favor de la educación y la cultura, y por un vigoroso impulso a la economía. En relación a nuestra región, propuso la denominada Alianza para el Progreso y cometió el tremendo error de Bahía de Cochinos.
Como todos los grandes hombres Kennedy fue discutido y criticado. Pero para muchos millones representó el cambio y la esperanza.  En 1963, cuando realizaba una gira buscando la reelección y fue asesinado, con el murieron las ilusiones y los sueños se vieron postergados. Como también ocurrió cuando su hermano Robert fue asesinado casi cinco años después, el 6 de junio de 1968, en la ciudad de Los Ángeles, cuando luchaba con éxito para obtener la nominación  demócrata a la presidencia de la república, en las primarias de su partido. El asesino de quien fuera un combativo Fiscal General de los EEUU, fue un inmigrante palestino de 24 años llamado Sirhan, aun preso, quien también aprovechó una deficiente protección policial de su víctima. Otra vez las fallas de seguridad y las teorías conspirativas. Otra vez la ausencia de respuestas claras. Sus restos fueron velados en la catedral de San Patricio, en Nueva York.
Por todo ello fue más que merecido el emotivo homenaje que los Obama y los Clinton, Bill y Hillary, le tributaron a JFK hace unos días en el cementerio de Arlington. Por algo un sondeo de la CNN lo sitúa como el presidente más popular de la posguerra. Sin duda el más recordado.  Por respeto a su memoria las banderas ondearon a media asta y los relojes se detuvieron en Dallas a las 12 y 30, hora de su muerte. Barak Obama expresó que se celebraba la “impronta indeleble que dejó el presidente Kennedy en la historia norteamericana.” Sentidas expresiones de quien  significó para muchos la esperanza de estar ante un nuevo Kennedy, y de ser, como él, portador de grandes cambios. Como bien señaló el presidente Obama, “la visión de Kennedy vive todavía en las numerosas generaciones que inspiró”. Como lo quería don Juan Zorrilla de San Martin, “vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte.”


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