LA CULTURA DEL PARO
Eduardo Héguy Terra
En el Uruguay la huelga es un derecho gremial. Así lo establece claramente la Constitución de la República desde la reforma de 1934. En efecto, en su artículo 57, luego de disponer que la ley promoverá la organización de sindicatos gremiales y la creación de tribunales de conciliación y arbitraje, declara que “la huelga es un derecho gremial” y que sobre esa base se reglamentará su ejercicio y efectividad.
En la dinámica de las relaciones colectivas de trabajo, la utilización de la huelga debe ser siempre un último recurso. Los perjuicios que se derivan de una medida tan extrema, hace aconsejable que, previamente, se deban agotar los mecanismos de negociación entre las partes, así como los instrumentos de mediación, conciliación y arbitraje, que también se encuentran a disposición de los trabajadores y empleadores.
De tal modo que, en un país con madurez en sus relaciones laborales, debería existir una suerte de pacto social tácito, en el sentido de resolver los conflictos evitando el mal mayor, representado por la huelga, hasta que se haya transitado hasta sus últimas consecuencias la vía del diálogo y de la buena fe. Este criterio no solo hace al mejor desarrollo de las relaciones colectivas de trabajo, sino también, de manera sustancial, al clima de entendimiento y convivencia laboral y a la paz social. Se trata, por consiguiente, de una cuestión de la mayor importancia para nuestro país. Pero que solo puede resolverse positivamente cuando así lo comprendan ambas partes de la relación laboral y los gobernantes de turno.
La realidad que vivimos es bastante diferente. No prevalece un espíritu constructivo. Por el contrario, es frecuente observar un comportamiento sindical que, en lugar de promover el diálogo recurre directamente, sin preámbulos, sin negociación, a las medidas de fuerza, al paro, a la huelga, a la distorsión de la normal actividad laboral. En ocasiones, primero se adopta la medida y recién después se dan a conocer lo reclamos sindicales, bajo coacción. No han faltado, asimismo, las ocupaciones de los lugares de trabajo, con la consiguiente afectación del derecho de propiedad de los empresarios y la violación a la libertad de trabajo de quienes no comparten las medidas. Se ha perdido el sentido común y, con ello, la sensibilidad ante la gravedad de una medida que debería ser, reitero, un último recurso, nunca el primero. Y lo peor, es que nos hemos ido acostumbrando a ver como normal lo que no lo es.
Es significativo de estos criterios tan negativos que hoy prevalecen, la prescindencia del interés general, del interés de los ciudadanos ajenos al conflicto, del interés de los usuarios del servicio afectado por la medida, por mas que sean tan importantes como el transporte, la salud pública – donde se ha llegado hasta el abandono de un CTI, como en el Casmu - o la enseñanza. Es así que se ha ido generando, por deformación, y en sustitución del espíritu normativo, una suerte de “cultura del paro”,- paros por protesta, por accidentes, por festejos, etc.- opuesta de manera radical a la cultura del diálogo. Se van así tejiendo entramados sociales por completo reñidos con la integración y la paz social.
No se ha llegado a esta situación por accidente. Mas bien esa filosofía de la relación laboral entendida como una lucha permanente y las medidas de fuerza sindicales, la huelga y los paros, como moneda corriente, responde a claras orientaciones ideológicas que se nutren del marxismo, que apuestan a la lucha de clases, a la división entre compatriotas, al enfrentamiento de las partes que deben trabajar juntas en el seno de las empresas, a la desintegración social. De todo ello procuran rédito político, en tanto y cuánto muchos de los dirigentes sindicales aprovechan su alta exposición mediática,- a mi juicio exagerada en la televisión-, para desarrollar sus carreras políticas en el Frente Amplio, del cual hasta la central sindical se ha manifestado afín. Esta estrategia les rinde en la mirada corta, pero provoca un claro perjuicio para la armonía social de nuestro país. El paro se convierte, pues, en peligrosa arma política.
Es difícil que esto cambie en el corto plazo. Pero debemos trabajar para ello. Mientras tanto, en este tiempo electoral, es bueno recordar que el artículo 58 de la Constitución dispone que los funcionarios estan al servicio de la Nación y no de una fracción política, y que prohíbe constituir agrupaciones con fines proselitistas utilizando las denominaciones de reparticiones públicas o “invocándose el vínculo que la función determine entre sus integrantes”. Cuando el sindicato, apartándose de su función natural, se transforma en un apéndice de un partido político, se está a un paso de una violación constitucional. Por todo ello, frente a la cultura del paro, la politización sindical y el enfrentamiento social, reivindiquemos la cultura del diálogo constructivo, la buena fe laboral y la integración social. Estamos a tiempo. Creo.
En el Uruguay la huelga es un derecho gremial. Así lo establece claramente la Constitución de la República desde la reforma de 1934. En efecto, en su artículo 57, luego de disponer que la ley promoverá la organización de sindicatos gremiales y la creación de tribunales de conciliación y arbitraje, declara que “la huelga es un derecho gremial” y que sobre esa base se reglamentará su ejercicio y efectividad.
En la dinámica de las relaciones colectivas de trabajo, la utilización de la huelga debe ser siempre un último recurso. Los perjuicios que se derivan de una medida tan extrema, hace aconsejable que, previamente, se deban agotar los mecanismos de negociación entre las partes, así como los instrumentos de mediación, conciliación y arbitraje, que también se encuentran a disposición de los trabajadores y empleadores.
De tal modo que, en un país con madurez en sus relaciones laborales, debería existir una suerte de pacto social tácito, en el sentido de resolver los conflictos evitando el mal mayor, representado por la huelga, hasta que se haya transitado hasta sus últimas consecuencias la vía del diálogo y de la buena fe. Este criterio no solo hace al mejor desarrollo de las relaciones colectivas de trabajo, sino también, de manera sustancial, al clima de entendimiento y convivencia laboral y a la paz social. Se trata, por consiguiente, de una cuestión de la mayor importancia para nuestro país. Pero que solo puede resolverse positivamente cuando así lo comprendan ambas partes de la relación laboral y los gobernantes de turno.
La realidad que vivimos es bastante diferente. No prevalece un espíritu constructivo. Por el contrario, es frecuente observar un comportamiento sindical que, en lugar de promover el diálogo recurre directamente, sin preámbulos, sin negociación, a las medidas de fuerza, al paro, a la huelga, a la distorsión de la normal actividad laboral. En ocasiones, primero se adopta la medida y recién después se dan a conocer lo reclamos sindicales, bajo coacción. No han faltado, asimismo, las ocupaciones de los lugares de trabajo, con la consiguiente afectación del derecho de propiedad de los empresarios y la violación a la libertad de trabajo de quienes no comparten las medidas. Se ha perdido el sentido común y, con ello, la sensibilidad ante la gravedad de una medida que debería ser, reitero, un último recurso, nunca el primero. Y lo peor, es que nos hemos ido acostumbrando a ver como normal lo que no lo es.
Es significativo de estos criterios tan negativos que hoy prevalecen, la prescindencia del interés general, del interés de los ciudadanos ajenos al conflicto, del interés de los usuarios del servicio afectado por la medida, por mas que sean tan importantes como el transporte, la salud pública – donde se ha llegado hasta el abandono de un CTI, como en el Casmu - o la enseñanza. Es así que se ha ido generando, por deformación, y en sustitución del espíritu normativo, una suerte de “cultura del paro”,- paros por protesta, por accidentes, por festejos, etc.- opuesta de manera radical a la cultura del diálogo. Se van así tejiendo entramados sociales por completo reñidos con la integración y la paz social.
No se ha llegado a esta situación por accidente. Mas bien esa filosofía de la relación laboral entendida como una lucha permanente y las medidas de fuerza sindicales, la huelga y los paros, como moneda corriente, responde a claras orientaciones ideológicas que se nutren del marxismo, que apuestan a la lucha de clases, a la división entre compatriotas, al enfrentamiento de las partes que deben trabajar juntas en el seno de las empresas, a la desintegración social. De todo ello procuran rédito político, en tanto y cuánto muchos de los dirigentes sindicales aprovechan su alta exposición mediática,- a mi juicio exagerada en la televisión-, para desarrollar sus carreras políticas en el Frente Amplio, del cual hasta la central sindical se ha manifestado afín. Esta estrategia les rinde en la mirada corta, pero provoca un claro perjuicio para la armonía social de nuestro país. El paro se convierte, pues, en peligrosa arma política.
Es difícil que esto cambie en el corto plazo. Pero debemos trabajar para ello. Mientras tanto, en este tiempo electoral, es bueno recordar que el artículo 58 de la Constitución dispone que los funcionarios estan al servicio de la Nación y no de una fracción política, y que prohíbe constituir agrupaciones con fines proselitistas utilizando las denominaciones de reparticiones públicas o “invocándose el vínculo que la función determine entre sus integrantes”. Cuando el sindicato, apartándose de su función natural, se transforma en un apéndice de un partido político, se está a un paso de una violación constitucional. Por todo ello, frente a la cultura del paro, la politización sindical y el enfrentamiento social, reivindiquemos la cultura del diálogo constructivo, la buena fe laboral y la integración social. Estamos a tiempo. Creo.
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